viernes, 3 de diciembre de 2010

Viaje en Diccionario

Un día gris y ventoso de otoño, mes en caen las hojas amarillentas de los árboles, con ganas de convertirse en temporal propio del invierno, estación más fría del año, aburrido y silencioso decidí embarcarme en un juego ilógico que sólo a un esquizofrénico, o sea loco de remate, con demencia precoz, caracterizado por un especial estado de disociación psíquica, disgregación del pensamiento y ambivalencia de sentimientos, se le podía ocurrir.
Me embarqué, pero no en un crucero, agradable viaje de placer en un gran transatlántico, sino en un viaje en diccionario que me llevó al pasado, me subí a un estrafalario, o sea extravagante aparato y de pronto aterricé en Chile, estado de América del Sur, formado por una larga y estrecha franja de tierra y gran cantidad de islas. Seguramente no se imaginarán siquiera en que época, aparecí en el Siglo XVI, y me convertí en el héroe de una epopeya, gigantesca hazaña. El joven araucano o mapuche, Lautaro o Lev Traru, se había vuelto un legendario matando a Pedro de Valdivia en un combate sangriento el 24 de Diciembre de 1553. Por eso Lautaro no fue y es sólo patrimonio mapuche y chileno, sino de Latinoamérica, representa la permanente lucha contra la injusticia en la historia del mundo. Fue el Napoleón de América. Pero yo, Lautaro también era hombre, y no pude menos que prendarme locamente enamorado de esa joven belleza de ojos verdes como las aguas cristalinas de los ríos de montaña y pelo color oro como el trigal en los campos, sin pensar la hice mía y la desfloré entre las sábanas húmedas y heladas del ventisquero, masa de hielo y nieve, arrebatándole el preciado tesoro a las olas del mar; mas de pronto, con las lentitudes del otoño la fui perdiendo poco a poco en un desangrarse lento y agonizante. Un día me dijo:
“ Voy camino
a la poblada montaña
la de espíritus palpables
que quiero ver
y no conozco.

Hacia la luz
camina esta alma que es mía ".
Entonces, penando mi gran dolor me dije:
“ Triste va mi canto ahora,
triste camina también mi pensamiento.
Ya no quiero adornar mi cabello,
ya no quiero cantar cuando el sol
aparece en la mañana.

Iré a la montaña a esconderme,
para que nadie me mire ”. ( * ) Así desaparecí misteriosamente de esa vida, pronto me encontré en encerrado en un círculo de iluminación, el cual no supe discernir si era el Polar o el Antártico, el que tuve que circunvolar para poder salir y treparme a una escala, escalera de mano; bajando escalón a escalón fui a dar mi cuerpo ya dolorido, entumecido y encogido al centro de una pantalla de cine, que se dice técnica, arte o industria de la cinematografía, o representación de imágenes en movimiento. Ahí estaba yo, sentado en un bar, pidiéndole al barman, empleado que trabaja en el bar sirviendo bebidas o café, que me sirviera más licor ya que quería ahogar mis penas en alcohol porque ella se fue como la brisa más leve, se fue dejándome en total soledad; encontré ese triste día su cuerpo sin latido y en su vientre nuestro hijo también se había dormido. Después ya no recuerdo más nada, no sé si fueron los vahos del alcohol o sólo fue un sueño, de pronto desperté con mi cabeza apoyada contra la mesa, tiritando de frío. El hogar se había apagado.
( * ) JAQUELINE CANIGUÁN ( Poetisa mapuche ).

miércoles, 1 de diciembre de 2010

La danza del cangrejo (fragmento)

Es un fragmento de algo más extenso, para no hacerlo tan largo lo subiré por partes




Decidió cruzar la plaza en diagonal de Rivadavia hasta Balcarce; desde la salida del subte podía ver la ronda de mujeres dando vueltas alrededor de la pirámide. Se sentó en un banco a pocos metros de esa ronda eterna, el sol del mediodía colgando sobre la plaza sin sombras, la maleta con la cámara y las lentes entre sus piernas. No podía dejar de observar ese círculo blando, las mujeres caminando olvidadas. Tomó la cámara. Sostenerla, anclarse a ella, lo hizo sentirse un poco más seguro. Pasó la correa por el hombro izquierdo y por debajo del brazo derecho contra el sobaco húmedo. En un rincón del bolso encontró un paquete de pañuelos de papel. Tomó uno y se secó la frente. Las mujeres continuaban allí, girando en la ronda lenta de los jueves; alguna lo observó manipulando la cámara. La alzó y la mujer miró hacia otro lado y apuró el paso, adelantó con torpeza un pie y golpeó con su hombro la espalda de la mujer que estaba delante. Foto. Zoom. Foto. Un ojo desde los cuales nacen tres arrugas que parecen escaparse hacia las sienes, el perfil fugaz de una nariz, el pañuelo aleteando contra las mejillas y las orejas. Las imaginó pequeñas y arrugadas. Foto. Una mano arrugada cubre la cara, y por entre los dedos retorcidos de años un ojo seco lo observa. Foto. Foto. Foto. Observó la pantalla de la cámara, los ojos miopes trataron de descubrir otra verdad en las arrugas de esa desconocida. Allí, entre esos pliegues, dormían historias que Joaquín nunca lograba contar con palabras. En tus fotos siempre sobrevolaba una poética del dolor, le dijo alguien luego de una exposición en Barcelona; se sorprendió porque nunca había entendido la poesía, le aburrían esas palabras amontonadas sobre el papel que escondían significados ajenos. Nunca se le hubiera ocurrido pensarse de esa modo, siempre había creído que las imágenes que robaba a la gente eran como una piedrecita en el zapato, una piedra diminuta y redonda y lisa rodando bajo la planta del pie, desde el dedo gordo hasta el nacimiento del talón, luego hacia a un lado y el pie ya no la sentía; un paso y otro y otro más y la piedrita tan lisa y oscura descansa bajo el arco y el pie recuerda que está allí, y molesta todavía más. Porque, piensa mirando todavía las arrugas de la madre, la foto no es la piedra, es el recuerdo de la piedra, es el saber que está allí, disfrazada, es la piedra que no se puede ver ni sentir hasta dar un paso o diez mil pasos, pero el pie sabe de la piedra y recuerda la incomodidad de la piedra, y ese recuerdo es el dolor.
Apoyó las manos sobre la piedra del banco, intentó ponerse de pie pero los ojos de la mujer todavía lo observaban, lo arrinconaban contra el asiento. Miró sus pies sin decidirse a seguir camino. Miró la hora en el reloj que siempre dormía sobre la muñeca derecha y se dio cuenta que era temprano, que aún le quedaba tiempo. Guardó la cámara en el bolso, lo colgó en bandolera y se aferró a él con las dos manos, luego se quedó apenas echado hacia atrás, dejando que el sol le cayera sobre las mejillas sudadas; cerró los ojos con fuerza hasta que dolieron, hasta que la ciudad fue un manchón rojo y una rumor de autos y pasos apurados. Debía rodear la casa de gobierno por Balcarce y caminar dos calles hacia el sur, allí encontraría la oficina. Rebuscó dentro los bolsillos del pantalón. Un papel arrugado descansaba en la mano, lo desdobló e intentó alisarlo sobre las piernas, las marcas de los dobleces del papel le recordaron las arrugas de la mujer en la foto: eran los trazos de un mapa que lo guiaría hacia atrás. Miraba el papel intentando descubrir el significado de las palabras en él, era una dirección cercana, un número de oficina en el cuarto piso. Por un momento no pudo reconocer la letra, aunque él lo había escrito, pasó la mano libre por su frente y la secó en el pantalón, miró la hora y por un momento tuvo la imagen de las agujas corriendo hacia atrás.
-¿Se siente bien?
No le respondió al policía a su lado, lo miró como quien ve morir una gota de lluvia contra el piso, una esfera que tiembla en el aire, estalla y se une al caudal del breve río formado contra la ventana e inundará al mundo.
-Me permite su documento por favor.
Joaquín saca la billetera de un bolsillo trasero del pantalón, la abre y toma la tarjeta de ciudadanía española y el carnet de periodista. El policía se queda mirando esos rectángulos brillosos entre los dedos de Joaquín, una mujer lo observaba por sobre los hombros del policía y por un momento Joaquín imaginó a un monstruo bicéfalo tocado con una gorra negra y un pañuelo blanco.